Recuerdo de una cátedra. Crítica a la cultura del
tener.
El profesor Ricardo Torres Medrano, en su clásica
cátedra de Deontología, explicaba que la degeneración individual es un proceso
que lleva a la corrupción, a los antivalores, y es necesario luchar para evitar
el crecimiento de este mal social.
Todos los corruptos no piensan lo mismo. Existen los
decididamente delincuentes, quienes llegan al gobierno para enriquecerse
rápidamente usando su posición en el Estado municipal. Estos hacen fortunas
desde el poder, el tráfico de drogas o cualquier medio a disposición.
La corrupción es una escoria social, un cáncer, que
destruye el tejido humano, produce descomposición y emerge la cultura del
“tener”, más importante que el “ser”.
Existen personas, también, que no pensaron en hacer
lo malo, pero poco a poco van cayendo debido a una personalidad débil, a
valores morales no bien definidos, y empujados en muchos casos por necesidad o
temor a un futuro crítico.
Cuando la sociedad, especialmente instituciones, no
se fijan límites, la inmoralidad se convierte en natural o se naturaliza. Esto
implica una cierta responsabilidad de los vecinos.
Todo depende de la habilidad del “Don nadie”, pero
su práctica se convierte en una epidemia, si no se castiga, se expande más allá
de la imaginación. El mal se contagia.
La corrupción toca a todos los extractos sociales y
profesiones. Empieza con los “regalitos” y se termina con decisiones torcidas.
El corrupto termina “pensando como vive”, al aceptar
las dádivas, hace favores; pero su moral se carcome como un perro con sarnas.
La cultura del tener, o “tanto tienes, tanto vales”,
dice el tango, hace que se expanda la gangrena social. Un hombre mediocre es un
sujeto sin personalidad, sin rumbo, sin convicción, sin esfuerzo y entregado al
viento del oportunismo, supo explicar José Ingenieros.
La corrupción dinamita la conducta personal. La
sabiduría de Confucio: “Cuando una persona cambia su personalidad al ocupar una
posición es una señal clara de que la posición es superior a la persona”.
El
corrupto tiene una baja autoestima, oculta su verdadera imagen, oculta su
incolora existencia, su vida interior, y revela su mediocridad personal.
Pero el principal perjudicado de esta locura de
enriquecimiento ilegal es el ciudadano indiferente.
El vecino indiferente permite que se quebranten sus
derechos; deja que se sacrifique la salud por el robo del presupuesto; condena
a sus hijos a la miseria por la corrupción en la educación; la falta de
transparencia en el gasto público genera nuevos ricos; los que hacen de la
política un negocio, se olvidan de los votantes.
¡La corrupción mata! El mensaje es negado y cuesta
aceptarlo.
Para destruir una ciudad mediante la corrupción es
necesario: dirigentes ambiciosos, sin moral, sin formación; y vecinos
indiferentes, sin corazón, e insensibles ante la propia desgracia.
¡Que el Señor Jesucristo nos libera de la oscuridad
y la mentira permanente!
CONVERSATION